Hola y bienvenidos. Hoy quiero que nos metamos de lleno en una idea que a mí, personalmente, me fascina: la Educación por el Arte.
Y quiero ser claro desde el principio: no estoy hablando de la típica clase de arte que quizás tuvimos en la escuela, esa en la que lo más importante era que el dibujo quedara "lindo". No, esto es otra cosa. Es una filosofía educativa completa. Me he estado sumergiendo en materiales sobre este tema y quiero intentar destilarles la esencia, lo que realmente importa y por qué creo que es tan relevante hoy en día.
A ver, la idea central, el corazón de todo esto, es que el proceso creativo en sí mismo es una herramienta de aprendizaje potentísima. Piensen en ello: el acto de explorar, de probar cosas, de mancharse las manos, de darle forma a una idea... todo ese viaje, es lo que de verdad nos desarrolla. Y no solo en lo artístico, sino en todo: en lo cognitivo, lo emocional, lo social... hasta en cómo percibimos el mundo con nuestros sentidos. El foco no está en la obra de arte final, sino en la aventura de crearla.
Y quizás se pregunten, ¿de dónde viene todo esto? Bueno, no es algo nuevo. Tiene raíces profundas con pioneros como Herbert Read o Viktor Lowenfeld, que estudió muchísimo cómo evoluciona nuestra expresión creativa, sobre todo en la infancia.
Lowenfeld describió un camino que a mí me parece fascinante. Empezamos con el garabato, que es pura exploración del movimiento, el simple placer de dejar una marca. Luego, poco a poco, de esos garabatos empiezan a nacer formas que reconocemos, aunque son muy personales, muy de cada uno. Y más adelante, llegamos a una etapa más "esquemática", con la casita típica, el sol en la esquina... ¿les suena, verdad?
Pero es en la adolescencia donde pasa algo clave. Lowenfeld lo llamaba la "crisis de la creatividad". Y aquí, les confieso, me siento super identificado. Yo recuerdo perfectamente esa frustración de querer que mi dibujo se viera "real" y sentir que "no sabía dibujar". Es esa preocupación por el realismo que, si no se acompaña bien, puede hacer que muchos abandonemos la expresión plástica para siempre.
Y por eso, el rol de quien enseña aquí cambia radicalmente. Ya no es el profesor que te dice paso a paso lo que tienes que hacer. Se convierte en un facilitador. Alguien que se corre del centro y te acompaña. Su trabajo es escuchar, observar con sensibilidad y, sobre todo, dominar el arte de preguntar. No te da respuestas, te lanza preguntas abiertas: "¿Y qué pasaría si pruebas con este color?", "¿Cómo te sentiste haciendo esto?". Es un mediador entre tú y tu propio proceso creativo.
Además, hay otro elemento fundamental: el espacio. Hay un concepto precioso que lo llama "el tercer maestro". El taller, el lugar donde creamos, también educa. Cómo están ordenados los materiales, la luz que entra, la atmósfera... todo eso te invita a crear, o no. No se trata de tener los materiales más caros, sino de cómo se ofrecen, de manera que provoquen curiosidad y ganas de explorar.
Y aquí es donde el abanico se abre de una manera increíble. No hablamos solo de dibujo y pintura. Hablamos de modelar con arcilla, de hacer collage, de expresión corporal y danza libre, de jugar con el teatro de sombras... incluso de construir lo que me encanta llamar "cotidiáfonos", que son instrumentos musicales hechos con objetos cotidianos.
Y sí, la tecnología también tiene su lugar. No es un enfoque anclado en el pasado. Se puede usar la fotografía para aprender a mirar, el video, la animación stop-motion que mezcla lo manual con lo digital... Las herramientas de hoy son parte de nuestro lenguaje.
Esto nos lleva, inevitablemente, a la pregunta del millón: ¿y cómo se evalúa todo esto? Porque ponerle una nota a un proceso tan personal parece, como poco, contradictorio. La idea aquí es cambiar el foco. En lugar de un juicio final, se usan herramientas como el portafolio de proceso, una especie de bitácora donde vas guardando tus bocetos, tus pruebas, tus errores y reflexionas sobre tu propio camino. Se valora la originalidad, la toma de riesgos, la colaboración... más que la perfección técnica. Se trata de entender y acompañar el aprendizaje, no de poner una etiqueta.
Al final, si levantamos un poco la mirada, los beneficios van mucho más allá de saber dibujar. Se trata de afinar nuestra percepción, de aprender a mirar y a escuchar de verdad. Es una vía increíble para desarrollar la inteligencia emocional, para ponerle nombre y forma a lo que sentimos. Y, por supuesto, para potenciar el pensamiento divergente, esa capacidad de encontrar muchas soluciones a un mismo problema, de pensar "fuera de la caja".
Para mí, esta filosofía saca al arte de ese rincón secundario de "adorno" y lo pone en el centro, como lo que es: una forma esencial de investigar el mundo, de darle sentido, de expresar quiénes somos y de crecer de una manera más completa y sensible. No como un lujo, sino como una necesidad. Porque no se trata solo de hacer arte, se trata de ser y crecer a través de la experiencia creativa.
Y para terminar, me gustaría dejarles una pregunta flotando en el aire... Si tomáramos esta idea central de valorar más el proceso que el resultado final –la curiosidad, la experimentación, lo que aprendemos de los intentos– y la aplicáramos a otras áreas de nuestra vida, en el trabajo, en los estudios, en nuestros proyectos personales... ¿qué cambiaría? ¿Cómo cambiaría la forma en que encaramos nuestros propios viajes?
Se los dejo para que lo piensen.